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La Gran Guerra Patria (1941-1945) (página 2)




Enviado por marcos cueva



Partes: 1, 2

  1. Una guerra
    anunciada.

    Con frecuencia, la historiografía occidental
    ha buscado explicar el desencadenamiento del conflicto
    entre la Alemania
    nacional-socialista y la Unión Soviética como
    el producto
    de dos "locuras", la de Hitler y
    la de Stalin, o del enfrentamiento entre dos
    "totalitarismos". En este mismo orden de cosas, la derrota
    final de Alemania se ha explicado a veces por el supuesto
    papel que cumplió el "General Invierno". El factor
    humano ha sido descuidado.

    El historiador británico Laurence Rees, en un
    trabajo
    reciente y en algunos aspectos sesgado (al querer colocar en
    el mismo plano al agresor y al agredido), ha demostrado que
    la agresión contra la Unión Soviética
    estaba de algún modo preparada con mucha
    antelación, y con justificaciones insospechadas. En el
    mismo sentido se ha pronunciado el presidente de la Academia
    de Ciencias
    Militares de Rusia,
    Mahmud Gareev. Desde que escribió Mein Kampf,
    tan temprano como en 1924, Hitler ya había previsto
    que algún día Alemania marcharía
    triunfante hacia "Rusia", en nombre del "Destino" y de lo que
    quedó pendiente "600 años atrás". Sin
    duda, se sabe ya que los soviéticos fueron
    considerados desde muy pronto como seres inferiores por el
    régimen hitleriano. Lo menos conocido es que
    Berlín se planteó la posibilidad de la
    agresión contra la Unión Soviética como
    una "defensa de la civilización y del mundo
    occidental". Hitler, en un memorando privado que data de 1936
    (mencionado por Rees), afirmó: "Alemania tendrá
    que ser considerada, como siempre, el centro de la lucha del
    mundo occidental frente a los ataques del comunismo". En 1937, en el mitin de Nuremberg,
    Hitler acusó a la Unión Soviética de ser
    "el mayor peligro a que se hayan enfrentado la cultura y
    la civilización de la Humanidad desde el
    derrumbamiento (sic) de los estados del mundo antiguo". El
    líder alemán nunca sintió
    una animadversión comparable por el Reino Unido, al
    que, por el contrario, admiraba por el modo en que
    había conquistado India. La
    breve novela Le
    silence de la mer (Vercors) muestra, a su
    manera, que los alemanes tenían una actitud
    ambivalente hacia Francia, a
    la que en ocasiones admiraban. Poco importa que Hitler haya
    justificado su odio contra los soviéticos por una
    supuesta "conspiración judeobolchevique". El hecho es
    que las potencias de Europa
    Occidental (el Reino Unido y Francia) difícilmente
    pueden haber ignorado lo que se proponía hacer la
    Alemania nacional-socialista, de la manera más
    curiosa, en nombre de "Occidente", de la "cultura" y de la
    "civilización". Desde este punto de vista, Gareev ha
    sostenido que la agresión de la Alemania nazi contra
    la Unión Soviética era inevitable. Bernhard
    Bechler, funcionario del nacional-socialismo
    alemán, llegó por su parte a declarar
    después de la guerra, de modo significativo: "No debe
    perderse de vista jamás que, de haber ganado nosotros
    la guerra contra la Unión Soviética, nada de lo
    ocurrido, ni siquiera los crímenes, habría
    tenido la mayor importancia". Bechler afirmó
    igualmente, si se sigue el testimonio que recoge Rees: "la
    Unión Soviética constituye una amenaza para la
    civilización". Hay algo que no puede pasarse por alto:
    en el mundo occidental, y sobre todo a partir del momento en
    que comenzó la Guerra
    Fría, las invectivas contra Moscú no fueron
    muy distintas de las de los alemanes derrotados, y tampoco
    cambiaron las cosas cuando, ya en los años ’80
    del siglo pasado, el ahora ex presidente (ya fallecido)
    Ronald Reagan se lanzó desde Estados
    Unidos contra el "Imperio del Mal".

    Existe un punto más sobre el que vale la pena
    detenerse. De una manera general, la historiografía
    occidental ha puesto de relieve el
    odio de Hitler y el nacional-socialismo alemán contra
    los judíos, como si fuera lo más
    importante del régimen alemán de la
    época. Ciertamente, desde su ascenso al poder en
    1933 y en discursos
    posteriores, Hitler nunca puso en duda su voluntad de
    exterminar a los judíos, si bien, más que en un
    Holocausto, llegó a pensar en una
    deportación en masa (a Madagascar, por ejemplo). Sin
    embargo, como lo hace notar Rees, es después del
    inicio de la Operación Barbarroja y, más
    aún, después del fracaso en Stalingrado, que se
    aceleró la llamada "solución final" en los
    campos de concentración bajo control
    alemán, "solución" que para Durand se
    precipitó en 1942. En parte, la deportación en
    masa de judíos hacia dichos campos parece haber sido
    una represalia contra la "falta de cooperación" de los
    aliados del nacional-socialismo en la campaña contra
    los soviéticos. Es por lo menos lo que se ha logrado
    comprobar en el caso de Hungría: el exterminio de los
    judíos húngaros se produjo cuando ya las tropas
    soviéticas se encontraban rumbo a Alemania.

    Por otra parte, Hitler, antes de lanzarse a la
    ofensiva, parece haber contado con el debilitamiento del
    Ejército Rojo a raíz de las "grandes purgas" y
    el terror que ejercieron Stalin y su camarilla a finales de
    los años ’30. La apertura de los archivos
    soviéticos ha permitido relativizar las cosas, como lo
    reconoce J. Arch Getty. Entre 1937 y 1938 fue expulsado del
    servicio
    militar más de un 30 % de los oficiales. Sin embargo,
    la propia historiografía occidental ha revisado las
    cifras a la baja. El número de oficiales arrestados
    durante el mismo periodo, según Rees, no fue de 36 %,
    sino de menos de 10 %. Uno de los hechos más
    escandalosos fue, en 1937, el arresto, el procesamiento por
    traición y espionaje y la ejecución de ocho de
    los oficiales de mayor rango del Ejército Rojo, entre
    los que se encontraba M.N. Tujachevski. Probablemente hubo un
    error, en un clima en el
    que no se descartaba un "golpe de
    Estado" promovido por miembros del ejército
    soviético. Al mismo tiempo,
    como lo reconocen Arch Getty y Naumov, los rumores del
    "golpe" podrían haber provenido de Europa y, de manera
    más concreta aún, haber sido parte de una
    campaña de desinformación de la policía
    secreta alemana. El hecho es que, de acuerdo con la profunda
    investigación de Arch Getty y Naumov,
    que hablan con cierta exageración de un estamento
    militar "diezmado", en 1937 fue destituido el 7,7 % del
    cuerpo de oficiales, y en 1938 un 3,7 %, cifra que no se
    aleja demasiado de la calculada por Rees. Un pequeño
    porcentaje de los oficiales destituidos (sin ser arrestados)
    entre 1937 y 1938 fe reintegrado al ejército en 1940.
    Finalmente, en los días posteriores a la
    ejecución de Tujachevski, 980 comandantes superiores
    fueron detenidos, sin que se sepa cuántos fueron
    fusilados (Arch Getty y Naumov no son precisos al
    respecto).

    Durante mucho tiempo, es un hecho que la
    historiografía oficial soviética se negó
    a abordar el problema de los prisioneros que cayeron en manos
    de los alemanes, sobre todo al comenzar el conflicto. En
    principio, la orden de Stalin había sido la de no
    rendirse, y ello provocó que muchos de los prisioneros
    fueran considerados como traidores y tratados
    como tales al final de la guerra, al grado de ser deportados
    a campos de detención. El problema está
    retratado en un filme como El destino de un hombre,
    aunque sin atreverse a poner en entredicho la versión
    oficial de Moscú. Lo curioso es que no se hayan hecho
    consideraciones de este tipo sobre los numerosos oficiales
    que, ante la guerra relámpago alemana, huyeron hacia
    el Este soviético, abandonando en más de una
    ocasión a sus hombres. Quiérase o no, el
    comienzo de la invasión alemana encontró
    desprevenido al Ejército Rojo, que llegó
    incluso a lanzar a sus hombres al combate con armamento que
    databa de la Primera Guerra
    Mundial y, en ocasiones, hasta sin fusiles.

    Con justa razón, Rees destaca que la
    historiografía occidental se ha concentrado con
    frecuencia en los seis millones de judíos muertos en
    el Holocausto. Poco se sabe, en cambio,
    que entre junio de 1941 y febrero de 1945 fueron capturados
    por los alemanes 5,7 millones de soldados soviéticos,
    de los cuales murieron, siempre según Rees, 3,3
    millones, en su mayoría de enfermedades
    y de hambre. Los soldados del Ejército Rojo, al
    principio, no fueron enviados a campos de
    concentración. Simplemente se los abandonó a su
    suerte en espacios abiertos rodeados de alambres de espino, o
    custodiados por soldados alemanes con ametralladoras. Los
    testimonios recogidos por Rees indican que a los alemanes
    solía gustarles disparar de forma indiscriminada
    contra los prisioneros rusos. Los soviéticos no
    recibían comida, y muchas veces ni siquiera agua. "Lo
    que sucede es que jamás nos consideraron humanos", es
    el testimonio de un soldado que cayó prisionero, y que
    luego relataría sus experiencias a Rees. Otras
    fuentes,
    en este caso francesas, dan cuenta de que los prisioneros de
    guerra soviéticos fueron tratados más o menos
    como ganado. Fue un trato muy diferente del que los alemanes
    dispensaron a los militares británicos y
    estadounidenses capturados durante el conflicto. De acuerdo
    con testimonios recogidos por el historiador Yves Durand,
    decenas de miles de prisioneros de guerra soviéticos
    llegaban a quedar detenidos y vigilados en descampados, sin
    agua ni pan, y los gritos de desesperación
    podían oírse a varios kilómetros a la
    redonda, mientras que en otros campos de detención la
    resignación llevaba a esperar la muerte
    sin la menor reacción. Durand sugiere que, para un
    soldado soviético, era en principio mejor morir en el
    campo de batalla que caer prisionero. El hecho es que no hay
    otra explicación para este trato que el peor de los
    desprecios. Ciertamente, la Unión Soviética no
    era signataria de la Convención de Ginebra sobre el
    trato a los prisioneros de guerra, pero Alemania sí lo
    era.

  2. El problema de
    los prisioneros de guerra.

    De manera sorprendente, Rees atribuye a los
    partisanos soviéticos el no haber respetado las
    convenciones de guerra, y el involucramiento de la población civil en sus acciones.
    Es un problema que fue tocado en algunas novelas y en
    filmes de la época soviética, aunque
    sólo de manera tangencial. Ciertamente, el comportamiento de los partisanos no fue
    siempre justo e imparcial en las aldeas en las cuales
    podían "caer" para atacar a los alemanes y a los
    "traidores". Siempre cabía el riesgo de
    que, por simples venganzas personales, fueran delatados como
    "traidores" algunos que no forzosamente lo eran. Y es
    igualmente cierto que, con tal de obtener alimentos y
    abastecimiento, los partisanos podían amedrentar a la
    población local. Dicho de otro modo, no todo fue
    heroísmo, y podía caber cierta dosis de
    bandolerismo.

    El número de partisanos que actuaron entre
    1941 y 1945 no ha podido ser evaluado de manera exacta, por
    lo menos con los documentos
    históricos disponibles hasta la actualidad. La
    historiografía oficial soviética de la segunda
    posguerra habla poco del fenómeno, en la medida en que
    se interesó mucho más por el heroísmo
    del Ejército Rojo. El historiador (también
    británico) Robert Service sugiere que el papel de los
    partisanos no fue muy relevante al comienzo del conflicto, y
    que el apoyo de Stalin tardó en llegarles (las
    municiones y las órdenes precisas llegaron hasta 1943,
    y por ende cuando la guerra ya estaba decidida). Si se
    contrasta con lo observado por Yves Durand, la información y el argumento de Service
    pueden quedar en entredicho. En efecto, desde el 3 de julio
    de 1941, Stalin hizo un llamado explícito a formar
    "destacamentos de partisanos a pié y a caballo",
    "grupos de
    sabotaje" y "guerrillas" para hacerle la vida imposible al
    enemigo en la retaguardia. Desde el 18 de julio de 1941, el
    Comité Central del Partido Comunista de la
    Unión Soviética, junto con la policía de
    seguridad,
    previó la creación de grupos de entre 75 y 100
    hombres para la "guerrilla", y de 30 a 50 hombres para
    "acciones de sabotaje".

    Para Service, los ataques de los partisanos
    soviéticos contra los alemanes fueron más bien
    esporádicos. Sin embargo, Service calcula que, para
    mediados de 1942, existían 100 mil partisanos activos.
    Aquí, el recuento se acerca al de Durand, puesto que,
    según éste, el 30 de mayo de 1942 se
    creó en Moscú un Estado
    Mayor general para la guerra de los partisanos. Las cifras de
    Rees son distintas. Para este historiador, algo sesgado,
    resulta difícil calcular el número de
    partisanos soviéticos que lucharon contra los
    alemanes. Con todo, en base a estimaciones recientes, Rees
    indica que ya para 1941 existían dos mil destacamentos
    en combate (62 mil combatientes), y que para el verano de
    1944 la cifra pudo haber aumentado hasta 500 mil hombres (90
    por ciento de los partisanos no habría tenido contacto
    con las tropas oficiales soviéticas durante la
    guerra). Durand da cuenta de cómo, para 1943, el 50%
    de los grupos de partisanos organizados estaba integrado por
    campesinos. Cifras aparte, Service tiene el mérito de
    sugerir que los partisanos respondieron como pudieron al
    salvajismo nazi, que buscó tomar represalias contra la
    población civil en las aldeas. Una de las combatientes
    soviéticas más conocida fue Zoya
    Kosmodeyanskaia, torturada y colgada por los nazis, y a la
    larga convertida en heroína nacional. Service recuerda
    que, a modo de castigo, los alemanes llegaron a establecer la
    siguiente regla: por cada soldado alemán muerto, se
    dio derecho a los ocupantes a fusilar a cien habitantes del
    lugar, escogidos normalmente al azar. Es, desde luego, una
    actitud muy distinta de la moral
    buscada por los partisanos, empeñados en localizar
    únicamente (a riesgo de equivocarse) a los traidores.
    Por lo demás, desde un principio fueron los alemanes
    quienes obligaron a la población de las aldeas a
    entregar alimentos y abastecimiento, en medio del terror y de
    la aparición de algunos "colaboradores", a disgusto
    con el poder soviético desde antes de la contienda. Ya
    en plena retirada, luego de la derrota de Stalingrado, los
    alemanes no dudaron en arrasar a veces con cuánta
    aldea encontraban a su paso (lo que muestra muy bien el filme
    de Klimov), y con una saña inaudita contra la
    población civil.

  3. El
    problema de los partisanos.

    La historiografía oficial, las novelas y los
    filmes soviéticos de la segunda posguerra pusieron una
    y otra vez el acento sobre el heroísmo de un pueblo y
    del Ejército Rojo. Es indudable que el heroísmo
    existió, y que ameritaba ser puesto de relieve. Sin
    embargo, no todo fue sobrehumano en el conflicto.
    También ocurrieron otros hechos que sólo hasta
    ahora, con la desaparición de la Unión
    Soviética, han podido conocerse con
    precisión.

    Como Konstantin Simonov, Vassili Grossman
    describió a un pueblo heroico en la batalla crucial de
    Stalingrado (hoy Volgogrado), en El pueblo es
    inmortal. Sin embargo, otro historiador británico,
    Anthony Beevor, ha conseguido con una investigación
    minuciosa poner al descubierto algunos aspectos desconocidos
    de lo que ocurrió durante la guerra en la ciudad a las
    orillas del Volga. En total, de acuerdo con Beevor, las
    autoridades soviéticas, en medio del caos, ejecutaron
    alrededor de 13 mil 500 de sus propios soldados en
    Stalingrado, cifra equivalente a más de una
    división completa de tropas. A partir de la
    narración de Beevor, puede colegirse que en estas
    ejecuciones no faltaron los errores. Entre los soldados, los
    hubo que, presas del pánico, se autoinflingieron
    heridas para no tener que combatir. Otros aprovecharon las
    circunstancias para atreverse a criticar al sistema:
    fueron ejecutados con frecuencia por "agitación
    antisoviética". Ahora se sabe que, en gran medida por
    hambre, no escasearon las deserciones. En Stalingrado
    pelearon con uniforme alemán cerca de 50 mil
    soviéticos, conocidos a veces como "hiwis", lo que
    provocó el desconcierto de la policía de
    seguridad de Stalin. La rendición era duramente
    castigada. Si soldados soviéticos eran descubiertos
    rindiéndose al enemigo, podían ser masacrados
    en el mismo lugar (y por la espalda) por sus
    compatriotas.

    Por otra parte, nunca hubo forma de entenderse con
    las tropas de refuerzo enviadas desde Asia Central,
    ya que no comprendían bien el ruso La 196ª
    división de fusileros, por ejemplo, integrada en gran
    medida por kazajos, uzbecos y tártaros, tuvo bajas tan
    graves que fue retirada del campo de batalla. La dureza de
    los castigos era tal que, con las octavillas lanzadas desde
    aviones de guerra alemanes, los soldados soviéticos ni
    siquiera podían enrollar un tabaco de
    cigarrillo. Siempre en este orden de cosas, Beevor ha logrado
    mostrar como la evacuación de muchos civiles de
    Stalingrado se llevó a cabo en el desorden más
    absoluto. Es lo curioso del caso: un ejército tan
    disciplinado como el alemán, sin duda el mejor de
    Europa, aunque a la larga careciera de moral, fue
    vencido por un Ejército Rojo que, en muchos aspectos,
    no correspondía a la imagen que se
    dio de él después del conflicto, y que tuvo que
    actuar, no sin una brutalidad por lo demás
    improvisada, en medio del caos absoluto, por lo menos hasta
    reagrupar fuerzas y contar por ejemplo con excelentes
    francotiradores. No hay mucho de extraño en lo que
    narra Beevor. Después de todo, el desconcierto que
    primó desde el comienzo de la agresión, y que
    llevó a muchos a caer prisioneros o a huir,
    prosiguió en Stalingrado hasta que la astucia y la
    rudeza vencieran a los alemanes. Ese mismo desconcierto
    ocurrió cuando Moscú estaba a punto de caer, y
    la policía de seguridad tuvo que contener el
    pánico de la población civil, a veces
    recurriendo a métodos brutales, como el de disparar
    contra quienes pretendían huir.

    Otro aspecto igualmente pasado por alto, dentro de
    la historiografía oficial soviética, es
    el estado
    de embriaguez en el que llegaban a combatir los soldados del
    Ejército Rojo, aunque también ocurriera entre
    los alemanes. Pese a que historiadores como Rees han mostrado
    sorpresa, no puede olvidarse que el vodka casi siempre ha
    sido una defensa contra el frío extremo en la antigua
    Unión Soviética. Algunos soldados que
    combatieron contra los alemanes, entrevistados por Rees, han
    admitido que el vodka les daba además valor para
    el combate, que exigía mucha resolución. Por su
    parte, Beevor también ha argumentado que la embriaguez
    entre las tropas soviéticas no estuvo ausente en
    Stalingrado. En algunas ocasiones, como ocurrió en el
    desastre de Járkov, los encargados de la enfermería soviética simplemente
    se emborrachaban de impotencia y desolación, al no
    poder hacer nada ante un gran número de heridos. El
    manejo que hace Rees de todos estos hechos, aunque sea
    bienintencionado, no deja de ser dudoso. No había
    razón alguna para que los soldados soviéticos,
    tomados por sorpresa y obligados a un conflicto cruel, no
    respondieran con todo lo que tenían al alcance de la
    mano. Poco o nada tiene que ver esto con la conducta
    que mostraron mucho más tarde los soldados
    estadounidenses en Vietnam, que eran además los
    agresores: con frecuencia, se drogaban no tanto para tener
    valor, sino para evadirse de un conflicto del que
    entendían poco y en el que se tornaban
    auténticos asesinos. No hay mejor ilustración de esta evasión que
    la que muestra el filme Apocalipsis now.

  4. El
    Ejército Rojo, el pánico y la bebida.

  5. ¿Hubo
    traición en Stalingrado?

Ya se ha dicho hasta qué punto, durante mucho
tiempo, la historiografía occidental atribuyó la
derrota alemana en territorio soviético al "General
Invierno" y a los errores de cálculo
del alto mando germano, que contó con una victoria
rápida en una guerra relámpago de seis semanas. La
versión no es del todo falsa. La derrota de Stalingrado ha
sido atribuida ya sea a la testarudez de Hitler, que cayó
por ello en la ratonera que le colocó Stalin, ya sea a la
virtual traición de altos mandos alemanes, como Paulus.
Desde esta perspectiva, se puede concluir que el ejército
nazi no era compacto, sino que actuaban en él distintos
líderes y grupos de interés.
Lo desafortunado de este enfoque es que no deja de recordar el
que se adoptó en Estados Unidos después de la
guerra de
Vietnam. Más que al heroísmo de los
vietnamitas, el fracaso fue atribuido por los militares a los
"errores de los políticos", que habrían pensado
más en términos electorales que en las
posibilidades de una victoria bélica
aplastante.

Cuando el mariscal de campo Paulus y su 6º.
Ejército se encontraron cercados en Stalingrado, pensaron
hasta el último que Goering cumpliría con la
promesa de llevar a cabo un puente aéreo para aprovisionar
a las tropas alemanas ya casi derrotadas. Por otra parte, los
soldados germanos confiaron en que, mediante el mariscal de campo
von Manstein, se rescataría al 6º. Ejército
del cerco. Sin embargo, las tropas de Von Manstein corrieron el
peligro de verse a su vez atrapadas en el envolvimiento
soviético, y tuvieron que retirarse. Poco antes de la
rendición alemana, Hitler ascendió a Paulus al
cargo de mariscal de campo, en lo que fue interpretado como una
incitación al suicidio, con tal
de no capitular. Paulus declinó, mientras que, desde
antes, los soldados nazis en el frente interpretaban ya las
alocuciones de Goering como un "sermón fúnebre".
Hitler, partidario de pelear hasta el final por "la
salvación de Occidente", parecía más
empeñado en crear un mito que en la
realidad. En medio del fracaso, no faltaron los oficiales
germanos que, sitiados, optaron por quitarse la vida. Muchos no
entendieron el motivo por el que se los llamaba a luchar hasta el
final, mientras que los altos mandos terminarían por
salvar el pellejo. Heinrich Gerlach no se equivocó cuando
escribió: "en Stalingrado la Wermacht de Hitler se
quitó la máscara que durante tanto tiempo
había ocultado sus rasgos. Y lo que se vio entonces fue
repugnante". Los altos mandos actuaban de manera cobarde, y hasta
como si se tratara de un asunto burocrático, mientras que
en el campo de batalla caían "los pequeños",
antiguos artesanos, obreros y otros. Fue entonces cuando,
curiosamente, el ejército alemán comenzó a
humanizarse. Hitler consideraba: "la obligación de los
hombres de Stalingrado es estar muertos". Gerlach prefirió
concluir: "hemos sido soldados del Führer. Aprendamos a ser
hombres".

Conclusiones

Si se reconstruye correctamente la secuencia de los
acontecimientos, parece claro que el factor humano tuvo un papel
decisivo en la victoria soviética sobre los alemanes
durante la Gran Guerra Patria. La historiografía oficial
soviética, de manera hasta cierto punto explicable,
recogió de dicho factor humano las facetas más
heroicas, que no escasearon. Este factor, sin embargo, fue
más complejo, y la historiografía occidental no
logra hasta ahora desentrañarlo a fondo. Desde la
huída de altos mandos a principios del
conflicto hasta las violaciones de mujeres alemanas ya en la
marcha hacia Berlín, el comportamiento del Ejército
Rojo no fue siempre ejemplar, y mucho menos "convencional".
Tampoco lo fue el de los partisanos. Obnubilados por la
cuestión, los historiadores occidentales han llegado a
preguntarse qué pudo levantar la moral del ejército
soviético hasta la victoria de Stalingrado. El eventual
culto a Stalin, que no se practicaba demasiado durante el
conflicto, no parece una explicación decisiva. El miedo
infundido por la policía de seguridad, para obligar a los
recalcitrantes a combatir, tampoco la es. Contra lo que piensan
una y otra historiografías, la soviética y la
occidental, el factor humano no está exento de
contradicciones. Dos factores pueden haber contribuido al valor
de los soldados y los partisanos soviéticos: un profundo
apego y amor por
la tierra (la
"madre patria"), y una larga historia de resistencia y
temple contra toda suerte de intromisiones extranjeras. Uno
más puede tomarse en cuenta: si, a la larga, muchos
soviéticos respondieron como un solo hombre, puede
haber sido por una tradición de obediencia (más que
de verdadera disciplina)
que se remonta hasta los tiempos de la servidumbre, y que el
"despotismo asiático" de Stalin supo
aprovechar.

Bibliografía

-Arch Getty, J. y Naumov, Oleg V. (2001). La lógica
del terror. Stalin y la autodestrucción de los
bolcheviques, 1932-1939. Crítica: Barcelona.

-Beevor, Anthony. (2000). Stalingrado. Barcelona:
Crítica.

-Durand, Yves (1997).Histoire de la Deuxième
Guerre Mondiale. Complexe : París.

-Gareev, Mahmud. (2007). "La agresión de la
Alemania nazi contra la URSS fue inevitable" Red Voltaire, 7 de
julio.

-Gerlach, Heinrich (1960). El ejército
traicionado. Barcelona: Noguer.

-Grossman, Vassili. (1944) El pueblo es inmortal.
México: Astro

-Rees, Laurence (2006). Una guerra de exterminio.
Hitler contra Stalin. Barcelona: Crítica (introducción de Ian Kershaw).

-Service, Robert. (2000). Historia de Rusia en el
siglo XX. Barcelona: Crítica.

 

Dr. Marcos Cueva Peras

Instituto de Investigaciones
Sociales

Universidad Nacional Autónoma de
México

México D.F., 27 de diciembre de
2007

Partes: 1, 2
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